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Dice el artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: «Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten».

Los autores de obras culturales, obviamente y como cualquier otro creador, han de ser recompensados por su esfuerzo. Pero, ¿hasta qué punto? ¿No es el diseñador de una obra material, también su autor intelectual? Sobre esa base, ¿no podría el arquitecto Calatrava cobrarnos un canon cada vez que atravesamos o fotografiamos uno de sus puentes? ¿Podría acaso una hipotética asociación de cocineros cobrar un impuesto por la venta de cazuelas, porque es posible que en ellas se guise una receta original 
de alguno de ellos?

Por otra parte, la SGAE es una institución privada beneficiaria de un canon (atención también a este punto de fricción: ¿cómo es posible que se establezca por ley un impuesto a favor de un ente privado?) que, al cobrarse, hace caso omiso del derecho a la presunción de inocencia. Este incumplimiento se debe a los cargos adicionales por adquisición de cualquier tipo de medio o soporte de grabación de datos, como una unidad de copia de dvds o un disco duro. Según lo que se deriva de la política de la SGAE en este sentido, y de la normativa legal que la ampara y desarrolla, todos los adquirentes de material son presuntos delincuentes en potencia, y por tanto han de cobrarles al realizar la compra de dicho material, por si acaso. No se tiene en cuenta a qué está destinada la compra. Sea para hacer una copia de seguridad de la base de datos de tu empresa, o de las fotos del verano. No importa, el canon es universal.

Al respecto del punto que comentaba antes brevemente, ¿puede la SGAE cobrar impuestos?. Sí que puede y, de hecho, lo hace. Otra cosa es si puede considerarse justa una Ley que le permite hacerlo, que cuenta con el beneplácito y complicidad del Ministerio de Cultura. Teóricamente, los impuestos son recaudaciones que realiza la Administración para gestionar y sufragar los servicios públicos. Ése no es, en absoluto, el destino de este dinero. ¿Son, entonces, los artistas los beneficiarios finales de la colecta del canon? Tampoco, al menos de la forma en que debería ser. La SGAE tiene un “ranking” de artistas, determinado por su popularidad, a partir del cual cada uno de ellos se lleva un determinado porcentaje de los beneficios, además de la parte, sustancial, que queda en las arcas de la sociedad.

El modelo de compra venta musical tal y como funcionaba hasta hace unos años es, hoy por hoy, insostenible. La gran edad de oro de la industria discográfica ha llegado a su fin, y que los beneficios multimillonarios que ha producido son cosa del pasado, porque los avances tecnológicos impulsados por esa propia industria han acabado por devorarla.

Comenzó por la sustitución del disco de vinilo por el CD. Con ello se ponía en manos del consumidor una copia exactamente igual que el “master” original, ese que antes se utilizaba para grabar los vinilos, que sólo podían copiarse a su vez en cintas de audio, con una muy apreciable pérdida de calidad. Pero del CD ya se podían hacer copias exactas del original. Las grabadoras incorporadas a los ordenadores domésticos hicieron el resto, y la venta de discos comenzó a caer en picado.

Y los autores e intérpretes musicales, que durante unas décadas han vivido una edad dorada, se resisten a admitir el declive, y tratan de perpetuarla mediante el cobro de “sus” derechos, incurriendo en excesos manifiestos, que los órganos jurisdiccionales están llamados a atemperar. La solución pasa por encontrar un nuevo modelo de gestión de la cultura, donde los creadores sean recompensados por su aportación, sin que por ello tengan que pagar los ciudadanos. Para llegar a un resultado así debería haber una parada ineludible: la reducción o supresión de intermediarios.

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